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domingo, 17 de diciembre de 2017

No me mueve, mi Dios, para quererte




Uno de mis poemas o anónimo soneto favorito desde niña que me lo aprendì de memoria.



El anónimo soneto «A Cristo crucificado». El poema alberga un insuperable compendio de razones para amar a Cristo y es la suma del ágape, que en la tradición judeocristiana implica el amor de Dios hacia el hombre y, simultáneamente, el de éste hacia su Creador. En la voz del hablante reconocemos el amor incondicional hacia Cristo —Dios hecho hombre— mientras que en el sacrificio de la Crucifixión, que el poema describe descarnadamente, contemplamos el amor de Cristo hacia el género humano. Y dice:


No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido;
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.

Tú me mueves, Señor; muéveme el verte
clavado en esa cruz y escarnecido;
muéveme el ver tu cuerpo tan herido;
muévenme tus afrentas y tu muerte.

Muéveme, al fin, tu amor, y en tal manera,
que aunque no hubiera cielo yo te amara,
y aunque no hubiera infierno te temiera.

No me tienes qué dar porque te quiera,
pues aunque lo que espero no esperara,

lo mismo que te quiero te quisiera.



De que si el cielo o el infierno no existieran, de igual forma lo amaría: 



Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,
que aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y aunque no hubiera infierno, te temiera.
(mi parte favorita)

Así, el amor hacia Cristo mueve al hablante («muéveme», del latín movēre: impulsar, provocar, conmover, hacer cambiar de opinión) a conjeturar que, de existir o no el cielo y el infierno, su amor hacia Cristo inmolado en la cruz, herido y sangrante, permanecería inmutable.



Datos sobre un posible autor 

En un estudio de 1948 —The Sonnet «No me mueve mi Dios»—, la religiosa Mary Cyrian Huff revivió la pregunta sobre la posible autoría del soneto y argumenta, citando palabras de M. Legendre, que «tratándose de un país tan profundamente católico como España, no puede menos de dejarnos alguna obra maestra que los historiadores no consigan atribuir a ninguno de los autores conocidos» (Traducción de Marcel Bataillon, 38).

Sin embargo, Alberto M. Carreño, Alfonso Méndez Plancarte y Víctor Adib coincidieron en atribuir el soneto al fraile mexicano Miguel de Guevara, quien en 1634 o 1638 —no se sabe con certeza— lo incluyó en su obra manuscrita Arte doctrinal... para aprender la lengua matlaltzinga. El problema es que, como mencionamos anteriormente, el soneto «A Cristo crucificado» fue impreso en Madrid en 1626 por el presbítero Antonio de Rojas «en un manojo de “poesía mística” que sirve de apéndice a su Vida del espíritu» (Bataillon, 254). Se trata de un anexo que aparece en la última parte de la Vida del espíritu para saber tener oración y unión con Dios y cuyo título es, precisamente, Poesía mística.


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